Nuevamente estamos en “época de exámenes”. Personalmente debo decir que como estudiante nunca me afectaron especialmente estas épocas, más allá del cansancio asociado. Sin embargo, como profesora y como madre, cada vez llego a ellas con mayor carga de rechazo. Quizá porque en aquella época de estudiante tuve la suerte o la habilidad de encontrar los recursos que configuraron el aprendizaje en mi vida como un pilar básico, como algo agradable, retador y apasionante. O quizá porque algún profesor vocacional se cruzara por mi camino y lo iluminara. Y ahora me inquieta ver día a día cómo muchos de nuestros estudiantes entran y se instalan en creencias limitadoras que lastrarán toda su vida (y la de la sociedad en su conjunto). “No puedo”, “no valgo” “esto no se puede preguntar” “esto no se puede investigar porque no es de lo tuyo”….. como diría Serrat “eso no se dice, eso no se hace….”
Como profesora, como madre, intento transmitir esa pasión por el aprendizaje en mis alumnos y en mis hijos. Y lo consigo, hasta que… “el sistema”-que, por cierto, somos todos- se impone con sus reglas trasnochadas e inservibles, y en unos días de evaluación tira por tierra el trabajo de meses. Unas reglas que obligan a evaluar contenidos, memoria, esquemas y metodologías rígidos y a veces trasnochados, que no hay manera de cambiar. Unas reglas que una y otra vez les dicen a nuestros chavales, ya sea en el colegio o en la universidad, que de nada sirve innovar, hacerse preguntas, creer en sus posibilidades, arriesgar…. Unas reglas que una y otra vez penalizan la auténtica pasión por aprender, por descubrir, por construir cosas nuevas, por conectar conceptos, conocimientos y experiencias que a veces ni padres ni profesores somos capaces de conectar. Ciertamente, los alumnos con inquietudes, con ganas de innovar resultan incómodos para un sistema «estrecho» con procedimientos rígidos e inalterables.
Confundimos competencias con conocimientos, la normativa confunde esos términos, los sistemas de evaluación los confunden. Y al final evaluamos competencias como si de conocimientos se tratara, y las convertimos en nuevos conocimientos evaluables. Y por tanto memorizables. Un despropósito.
Me preocupa y me entristece ver a nuestros chavales, a nuestros jóvenes, estudiar con el único objetivo de “aprobar los exámenes”. Memorizar y memorizar contenidos inconexos para ser “vomitados” en el momento del examen y luego olvidados. Contenidos, muchas veces no comprendidos, no contextualizados, no “necesitados”. En el mejor de los casos, el alumno tendrá la capacidad de memorizar, y además querrá hacerlo. En el peor, no podrá –o no querrá- memorizar contenidos no entendidos, por lo que llegará al examen sin nada que “vomitar” pero con mucha amargura por sentirse un “fracaso escolar”. Y continuaremos por la vía del “no puedo” “no valgo”, que perpetuará esa triste tendencia de matar, desperdiciar y arruinar talentos, que tanto ha lastrado nuestra evolución como sociedad.
“Este párrafo entra, este no, este sí, este no, pero la definición que hay detrás si, esta hay que aprendérsela de memoria… y esta fórmula…” ¿cómo se puede “enseñar” así? ¿Qué aprendizaje se provoca de esta manera? ¿cómo se pretende que los chavales memoricen definiciones, sin abordar o contextualizar el concepto, las bases que dan pie a esa definición? ¿qué le pasa a nuestro sistema –del que todos formamos parte- que es incapaz de mostrar a los chavales el sentido del aprendizaje, su objetivo?.
Ya Sócrates nos mostró el apasionante camino del aprendizaje, de la búsqueda y la construcción del conocimiento a través del diálogo, de la exploración. Paso a paso. Es el alumno –no el profesor- el protagonista de su propio aprendizaje. Los profesores somos una herramienta, un medio de descubrimiento. Aprendizaje, y no enseñanza. Creo que no estoy diciendo nada nuevo.
No puedo dejar de ser crítica con este sistema –que formamos todos- que castra la creatividad de nuestros chicos y chicas, que anula toda capacidad de innovar, de conectar contenidos y áreas de conocimiento. Un sistema que penaliza la capacidad de hacerse preguntas, esa herramienta que tenemos los humanos y que nos ha permitido avanzar por delante de las demás especies. Un sistema en el que se ha olvidado –o quizá nunca se haya aprendido – que el mayor aprendizaje viene de la mano del disfrute, del amor a descubrir cosas nuevas, a crecer, una maravillosa capacidad con la que nacemos de serie, y que poco a poco vamos haciendo desaparecer, para convertir el aprendizaje en una penosa obligación.
Aprender es descubrir, es experimentar, es crear, es invitar a encontrar dentro y fuera de nosotros mismos. El aprendizaje es apasionante, maravilloso, nos abre puertas a mundos nuevos, llenos de posibilidades, que nos construyen como personas. Nuestros jóvenes tienen derecho a experimentarlo, a vivirlo. No les ocultemos ese derecho. Podemos “cumplir” planes de estudio de otra manera. Podemos cambiar el foco, incluso “cumpliendo con la normativa”. El fin es el aprendizaje, no la evaluación. La evaluación es un medio. Profesores y padres deberíamos recordarlo todos los días. Innovemos nosotros, y encontremos nuevas maneras de hacer y de conseguir objetivos, desarrollemos esa competencia para que puedan aprenderla de nosotros nuestros hijos, nuestros alumnos.