María* es una joven a punto de terminar sus estudios de ADE, aplicando para trabajar en banca. Tiene un expediente brillante, y suele superar todos los procesos de selección hasta la penúltima fase. Porque en la última, siempre “falla algo” que hace que finalmente el trabajo no sea suyo. O quizá sea ella la que provoque el fallo.  María vive con ansiedad, le cuesta conciliar el sueño y se repite una y otra vez que “son tiempos muy difíciles”, que “tal y como está la situación, nunca conseguirá trabajo”. Que “la juventud lo tiene difícil”, que son una “generación perdida”…. al fin y al cabo, piensa que «lo que tanto escucha, debe ser verdad».

Tras un tiempo de dolorosa indagación, María descubre que lo que necesita no es desarrollar una carrera en banca, sino dar con ello seguridad y tranquilidad a unos padres generosos a los que adora. Lo que desea María es cambiar el mundo, dedicando sus conocimientos a trabajar en algún organismo internacional que le posibilite hacerlo. Desea además, salir a conocer ese mundo. Pero no se está atreviendo a elegir, y día a día elige no elegir. Elige dejar que sean las circunstancias las que elijan por ella. Elige parar. Porque María se cuenta historias.

Mario es informático. La empresa donde trabajaba hasta el verano ha cancelado su actividad, y los trabajadores están en ERTE. Él y su familia viven con los escasos ingresos que las actuales circunstancias ofrecen. Mario sabe que tiene conocimientos y experiencia suficientes como para iniciar una actividad por su cuenta, y ofrecer sus servicios como autónomo, pero no da el paso. Según le comentan los conocidos y la familia, “ser autónomo es arriesgado” y “lo mejor es un trabajo con una nómina segura”. Y día a día Mario sigue esperando a que cambien las circunstancias, a que el “maldito virus” se vaya, a que el Estado decida prolongar las ayudas…

Mario espera, y deja que el tiempo pase, sabiendo que sus conocimientos y experiencia se van volviendo obsoletos en un entorno tecnológico en constante evolución. Mario espera que la oportunidad venga a buscarle, en lugar de salir a buscarla él.  Mario elige parar. Porque Mario se cuenta historias.

Sara es una madre dedicada, con tres hijos adolescentes que cada vez la necesitan menos. Era enfermera, pero cuando nacieron sus hijos lo dejó todo para dedicarse a ellos. Desde hace años sueña con volver a ejercer lo que un día fue su vocación, pero nunca se lo permitió, pues “la maternidad y la educación debía ser suficiente”. Ahora Sara tiene tiempo, y además ve que se demandan profesionales de la sanidad, pero “no debe” dar ese paso, porque “ya está obsoleta”. Y “además, sus hijos siguen necesitándola”. Sara está triste, muy triste, y se siente sin fuerzas. Y elige seguir parada. Porque Sara se cuenta historias.

Diego es directivo en un organismo financiero con 350 personas a su cargo. Su salud no va bien, el corazón le está dando problemas. Está en la cúpula de una estructura jerárquica piramidal que impide el cambio y la adaptación ágil un mercado que cambia a gran velocidad. Ve cómo su gente está cada vez más desmotivada y estresada por las duplicidades e ineficiencias, cómo cada vez cuesta más hacer frente a la entrada de las tecnológicas en el sector financiero con sus estructuras organizativas ágiles. Pero Diego elige no cambiar nada, porque “las cosas siempre se han hecho así” y “es mejor esperar a las nuevas regulaciones”. Además, ello le supondría “un molesto conflicto con otros organismos”.  Y Diego elige seguir parado. Porque Diego se cuenta historias.

Las eternas historias que atan o liberan, que impulsan o impiden pasar a la acción. Narrativas que abren o cierran posibilidades. Relatos que construyen o relatos que destruyen.

Los seres humanos nos desarrollamos en la acción.  Nacemos creativos, orientados hacia la consecución de objetivos, la superación de retos, la exploración de nuevas posibilidades, la búsqueda de nuevos horizontes. Y sosteniendo cada acción, cada paso que damos, hay una decisión. Momento a momento decidimos. Momento a momento elegimos.

Siendo muy pequeños, un día decidimos aprender a gatear, o a reptar, para perseguir algo que queríamos. Después decidimos dar nuestro primer paso erguidos y así aprendimos a andar, para ser independientes, para conseguir objetivos. Decidimos decir nuestra primera palabra, y aprender a hablar, para conseguir objetivos. Decidimos aprender a usar la cuchara, a atarnos los cordones de los zapatos, a montar en bicicleta… siempre persiguiendo objetivos. Siempre buscando nuevas formas de acción, de actuación. Y cada vez que elegíamos actuar invertíamos un esfuerzo y asumíamos un coste. Hubo un tiempo en que no nos cuestionábamos si podíamos hacerlo. Lo hacíamos porque no sabíamos que no podíamos hacerlo. Lo hacíamos porque teníamos los recursos y los veíamos claramente. Lo hacíamos porque teníamos un claro “para qué” y elegíamos. Por tanto, podíamos.

Al pasar el tiempo, poco a poco, casi sin darnos cuenta, quizá fueron diluyéndose nuestros “para qués” o quizá se fueron mezclando con otros que no eran nuestros, pero que asumimos como propios. Una mezcla de objetivos y lealtades que a su vez se convertían en objetivos. Y así se iba creando una “telaraña de objetivos” – a veces contradictorios – que hacían cada vez más difíciles las elecciones. Surgió el miedo a equivocarnos, y el miedo a ser rechazados por habernos equivocado. Rechazados por nuestra familia, nuestra tribu, nuestro grupo social, nuestros profesores, nuestros mentores, nuestro equipo, nuestros jefes, nuestros subordinados, el mercado… o nosotros mismos.

Y con ello, dejamos de ver nuestros recursos, porque el miedo siempre nos viene a decir que no tenemos recursos, y lo que es peor, que ya no tenemos la capacidad de conseguirlos.  Y quizá fuimos aprendiendo que ya “no podíamos” tomar decisiones y comenzamos a confundir “no poder” con “no deber”. Inconscientes de que no elegir era una elección en sí misma, orientada a algún objetivo. Quizá al de “pertenecer”, ser aceptado, no transgredir. O quizá cualquier otro. Y quizá aprendimos a sentirnos mal por no hacerlo. O quizá olvidamos nuestra esencia, nuestra naturaleza, y así perdimos nuestra fuerza, la que nos conducía al logro. Logro individual, logro colectivo.

¿Cuántos jóvenes están decidiendo en este momento renunciar a sus sueños porque el entorno, los periódicos y los políticos les dicen que son una “generación perdida”, que sin ayuda no podrán hacer nada, que el único camino válido es el de la seguridad? ¿Cuántos eligen parar, privando al mundo de su enorme potencial?.

¿Cuántos pequeños empresarios se están rindiendo estos días, pensando que deben ser ayudados, pero esperando una ayuda que nunca llegará? ¿Cuántos eligen parar, obligando a parar a sus empleados y a su entorno?

¿Cuántos trabajadores renuncian a sus ganas de luchar por hacer las cosas mejor, por conseguir empresas más humanas, sólo porque creen que deben ceñirse a convenios o a reglas laborales trasnochadas? ¿Cuántos se negarán la posibilidad de explorar opciones nuevas y elegirán seguir «luchando por unos derechos» que nunca acaban de convertirse en bienestar?

¿Cuántos vendedores y comerciales deciden quedarse en sus casas porque recibieron varios “no” y los convirtieron en una negación a su valía como profesional o como persona?

¿Cuántos directivos siguen “prisioneros” de un cargo, representando un personaje que les asfixia, asumiendo unos objetivos impuestos en los que no creen, impidiéndose pasar a la acción de lo que sí creen?

¿Cuántas personas se quedarán sin vía de ingresos este año, asumiendo que “no hay salida” y negándose a sí mismos a explorar opciones diferentes, caminos distintos a los transitados durante años de seguridad?

Seguridad, esa necesidad humana que tan a menudo nos lleva a un inmovilismo que nos destruye.

Son numerosísimos los artículos académicos que establecen una correlación positiva entre depresión y carencia de objetivos, entre inacción y desarrollo posterior de patologías ligadas a la ansiedad. Y está ya profusamente investigado y documentado el efecto que sobre los individuos y la sociedad tienen las noticias virales, los discursos y redacciones tendenciosos o las “fake news” vertidas en redes y algunos medios de comunicación con el objetivo de inducir un estado emocional en la población. Un estado emocional que quizá bloquee la toma de decisiones, sabiendo la potencia que en todos tiene esa necesidad de seguridad.

No es mi propósito abordar aquí los mecanismos neurológicos o fisiológicos que subyacen a nuestros comportamientos y actitudes, ni entrar en el delicado debate de causas-consecuencias.

Pero sí quiero dar luz a la existencia de narrativas -individuales y colectivas- que sostienen nuestras decisiones. A todas esas historias que nos contamos, armadas sobre las creencias que hemos ido incorporando a lo largo de nuestra vida. Creencias que abren y cierran posibilidades, que nos llevan a identificarnos y conectar con personas y grupos que comparten esas mismas creencias. Creencias individuales sobre las que a su vez se construyen las creencias colectivas que conforman una “tribu”, una organización, una sociedad. Creencias que ligadas a las emociones que generan, o tal vez alimentadas por esas mismas emociones, constituyen el entramado básico de las narrativas, de las historias que nos contamos. Creencias y narrativas sobre las que tomamos decisiones, a menudo, menos conscientes de lo que creemos. Decisiones que irán trazando el camino de nuestra vida como individuos, como organizaciones, como sistema, como sociedad.

Creencias, narrativas, elecciones con consecuencias en nuestra vida, en nuestra historia individual y colectiva. Creencias, narrativas, elecciones, con impacto económico, social, emocional, que definen nuestro bienestar, nuestra salud, nuestra cuenta corriente, los resultados y ratios de endeudamiento de nuestras empresas, organizaciones o países.

Creencias, narrativas, elecciones, que de un modo testarudo definen el progreso de una nación, su energía, sus índices de eficiencia o de desempleo, su PIB o su endeudamiento, sus ratios de igualdad o justicia y en definitiva, el bienestar como sociedad y el de las organizaciones y familias e individuos que la conforman.

¿Qué historia elegimos contarnos?

*Los nombres son ficticios. Historias basadas en casos reales.

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